jueves, 12 de octubre de 2017

1 - O a favor del silencio

(El referéndum contado en primera línea de batalla)

I

El sábado al mediodía había dejado de llover. Uno de los pasajeros que esperaba en el aeropuerto le preguntaba a un conocido por teléfono, “al final qué, ¿se va a poder votar?”. Faltaban alrededor de diez minutos para embarcar en el avión que salía con destino a Barcelona. Aunque ya no caían gotas, un cielo plomizo generaba cierta incertidumbre. Precisamente la incertidumbre copaba las planas de los periódicos. Dos jóvenes, a todas luces estudiantes, hablaban sobre el conflicto del referéndum: Uno de ellos le contaba al otro que había decidido viajar a la ciudad condal para sacar sus propias conclusiones, ya que no se fiaba de los medios informativos.

Poco a poco, los pasajeros fueron embarcando, y el avión despegó a la hora prevista. Tras un vuelo bastante turbulento, la estampa del puerto de Barcelona se dejaba apreciar a vista de pájaro. No había ni rastro del famoso Moby Dada, ni de sus dibujitos de los Looney Tunens. Aun así, por cómo se vendían las cosas desde fuera, a cualquiera le hubiese dado la impresión de estar aterrizando en el ojo del huracán. Minutos más tarde, un autobús trasladaba a los pasajeros hasta la salida de la terminal, y estos se perdían, escaleras abajo, por la estación del tren de cercanías. Las primeras esteladas y afiches a favor del “Sí” -colgados en los balcones y desplegados sobre las fachadas de los edificios-, comenzaban a apreciarse en la zona del Prat de Llobregat. Sin embargo, dos paradas después, asomando por la boca del subterráneo, en el Paseo de Gracia, el escenario daba un giro radical de trescientos sesenta grados. Lo que entonces saltaba a la vista era una multitud cosmopolita, la “M” del cartel de McDonald´s, triciclos turísticos, tiendas y consumo. Cero banderines, cero manifestantes: Al fin y al cabo, la principal fuente de ingresos de la ciudad depende del turismo.

Una pareja de novios a favor de la unidad
entre España y Cataluña

Pero el conflicto estaba allí, latente y camuflado. De pronto, en medio de aquel abigarrado espectáculo, frente a la Manzana de la discordia, surgió un grupo enarbolando la bandera española. Para algunos viandantes, aquello resultaba cuanto menos sorprendente. Hay que considerar que muchos españoles no catalanes generalizan hasta el punto de pensar que todos los catalanes, o una desorbitada mayoría, son independentistas. Para ellos, lo último que cabría esperar –justo la víspera a la “hecatombe- era encontrarse a un grupo de españolistas, que contrastaban con el modernismo de la Casa Batló. Se dirigían a la Plaza Urquinaona, donde ya les esperaban miles de unionistas más; todos concentrados antes de partir hacia la Plaza Sant Jaume, coreando el “¡Viva España!” o “¡Pougdemont a prisión!”. Llevaban banderas patrióticas y de Cataluña (sin la estelada), también de la Unión Europea, y cuando pasaban delante de la Policía Nacional rompían en vítores: “¡Esta es nuestra policía, esta es nuestra policía!”. La gente les tendía la mano, pero los agentes, impasibles, se negaban a estrechársela. Encabezando la marcha, iba una pancarta que rezaba: “Catalunya és Espanya, democracia, futuro y libertad”.



Manifestación de unionistas el día de la víspera al referéndum
Indumentaria de bandas radicales
de extrema derecha

Sobre las seis y media de la tarde, aquella marea roja y amarilla permanecía apostada entre el Ayuntamiento de Barcelona y el Palau de la Generalitat. La lluvia empezó a arreciar. Se oían cánticos de “Bote, bote, bote: Separata el que no bote”. Lo cual, si se analiza desde el punto de vista fonético, y a tenor de las circunstancias, resultaba bastante paradójico. Muchos no eran simples manifestantes, sino radicales afiliados a grupos de extrema derecha con casacas negras y tatuajes fascistas, que ondeaban la bandera del águila y, a golpes de tambor, andaban buscando bulla. Varios de estos individuos consiguieron encaramarse a la azotea de uno de los edificios aledaños, cuyos balcones lucían esteladas y carteles clamando por la independencia. El público, al verles, se lanzó a aplaudir enardecido. Lo mismo sucedía cada vez que un helicóptero de la Policía Nacional pasaba sobrevolando sus cabezas. Y en estas, desataron una pancarta de Òmnuim Cultural, que cayó al suelo, y que los transeúntes aprovecharon para pisotear con desprecio. Al rato, su mensaje resultaba casi ilegible debido a tanta basura como acumulaba encima.





Grupos afiliados a la Falange española
La bandera de la UE junto a una
pancarta que reza "Catalonia wants to vote"

Ningún político daba la cara. De cuando en cuando, alguien descorría las cortinas de una de las ventanas del Palau y sacaba fotos con el móvil, pero no se alcanzaba a distinguir su rostro, lo cual exasperaba a la muchedumbre. Así pues, persistían los gritos de “Puigtemont a prisión” o “España es una y no cincuenta y una”, junto a otros que denotaban una infame genialidad por parte del indignado en cuestión; como, por ejemplo, “no está lloviendo, Puigdemont está llorando”. Todo empezaba a salirse de madre. En las manifestaciones, al final, siempre ocurre lo mismo. Ya sólo quedaban los más radicales, y acabaron ensañándose con la pancarta de “Mès democracia” que colgaba del Ayuntamiento. Esta se hallaba colocada a una altura considerable y sus ligaduras parecían demasiado resistentes. Lo cual no impidió que cinco o seis jóvenes treparan por los barrotes de las ventanas, en ocasiones sujetándose unos a otros –casi podría decirse, a modo de castellers- e intentaran echarla abajo sin resultado. Mientras algunas personas pedían a gritos quemarla, otras lamentaban aquella acción desproporcionada. Era el caso de una señora, amonestando a un joven y tratando de explicarle que aquello sólo servía para enturbiar la imagen de la protesta. Las televisiones no dejaban de grabar.
 



Una joven sostiene la bandera de España
Por medio de navajas y de una pértiga improvisada con objetos punzantes acoplados en la punta, rasgaron la parte inferior de la pancarta. Sin embargo, el mensaje “Mès democracia”, -detalle significativo- seguía intacto. Desesperados ante su ineficacia, la emprendieron a huevazos contra la casa consistorial. Un joven se colgó a peso muerto de la pancarta, cayendo desde arriba; tal era la vehemencia colectiva. El ambiente se caldeaba por momentos. Ya entrada la noche, le arrebataron el móvil de las manos a un hombre de origen extranjero. Una señora, en pleno delirio, bramaba algo sobre mandar a las mujeres a la guerra. Y los periodistas, nacionales o internacionales, apenas podían transmitir debido al continuo acoso de los manifestantes. No obstante, la Guardia Urbana, allí presente, permanecía impertérrita. Sin duda, Ada Colau debía haber llegado a la conclusión de que semejante comportamiento del enemigo únicamente podía beneficiarla. No era el caso de Rajoy, al cual le faltaban escasas horas para demostrar, ante el mundo entero, su manera de entender el conflicto y la solución que correspondía adoptar. La gente ya se retiraba a casa. Aquel sábado, aparte de los trasnochadores habituales, a muchos les aguardaba una larga e intensa jornada.

A un hombre de origen extranjero le roban el móvil




II

En la medida en que el silencio es elocuente, uno puede permitirse el lujo de decir que ha escuchado el silencio. Para bien o para mal, su persistente cadencia posee una fuerza expresiva, a veces llena de descaro y subversión, de la que nadie logra escapar. Tal vez debido al histrionismo mediático o al desgaste de un conflicto que -como hace años se viene advirtiendo- ya dura demasiado, el pueblo catalán afrontó, sigiloso, el cénit de su lucha por el independentismo. Si bien, durante la madrugada del domingo, hubo dos clases de silencio: Por una parte, el silencio subrepticio, o sea, la decisión de ponerse “guantes y antifaz” en aras de un propósito, a sabiendas, ilegal. El otro, sin embargo, era un silencio mucho más poderoso; una respuesta colmada de persuasión y pacifismo inamovible -capaz de conmover a los Mossos d´Esquadra- que, según achacarían los propios vecinos, “la torpeza del Gobierno no acertó a manejar”.

Actividad, desde primera hora, a la entrada de un colegio

Aparentemente había poco movimiento en la calle. La concurrencia en los bares y el bullicio de la clientela contrastaba con los jóvenes ojerosos que se encaminaban, llevando un saco de dormir o una esterilla debajo del brazo, a la entrada de sus respectivas escolas. Desde las dos a.m., o incluso antes, una pareja de Mossos y un grupo reducido de gente se vigilaban mutuamente, desafiantes y en completo silencio, preguntándose quizá cuál sería el desenlace de aquella particular batalla. Los Mossos dentro del coche y la gente, -sin esteladas, ni signos que revelaran su condición de independentistas-, charlando en voz baja, comiendo pipas o tomando un refresco. No todos eran jóvenes, claro; más bien, familiares, vecinos, personas normales y corrientes

Varias personas duermen en el patio de la Escola Els Llorers


Los vecinos compartían comida
que traían de sus casas
En la Escola Els Llorers, un encargado vigilaba la puerta con celo, y sólo cuando alguien quería entrar, lo saludaba afectuosamente: “Bona nit”. El clima, allí dentro, rebosaba compañerismo y colaboración. Los sitiados habían organizado una suerte de merendola con pastas, patatas de bolsa, café, leche y todo tipo de vitualla que traían de sus hogares. Detrás, en la cancha, varios jóvenes jugaban al fútbol. Otros tocaban la guitarra, disputaban una partida -ya fuese de cartas o de dominó-, y si se precisaba una mano, reponían los baños de papel higiénico, fregaban los pasillos, etcétera. Había también una habitación reservada para los más pequeños, que dormían en sacos, desconcertados, aunque extrañamente emocionados por aquella velada inusual. 

Conforme se acercaba la hora crítica, aumentaban los nervios y las expectativas entre el personal. De nuevo, jarreaba con fuerza. A los Mossos ya se les adivinaba sus intenciones de desacato y, al pasar en coche patrulla, la gente les aplaudía cuidándose de no armar jaleo. Esto habría de repetirse numerosas veces a lo largo del día. Dos hombres mayores compartían una conversación de la que la prensa estatal no salía muy bien parada, ya que a su modo de ver, esta “envenena la idea que se crean el resto de españoles sobre Cataluña y miente respecto a la existencia de una falsa fractura social”. Alegaban que allí reinaba un ambiente sosegado, fraternal y respetuoso. Y confesaban, eso sí, no haber podido pegar ojo debido a la excitación que les producía un momento histórico como aquel.


La prensa internacional entrevista a una chica en inglés

La muchedumbre presiona en silencio
a la pareja de Mossos d´Esquadra
A ochocientos metros de distancia, en la Escola Industrial de Barcelona, el aire se cortaba con cuchillo. He aquí una prueba irrefutable del poder del silencio. Todos los presentes, sin excepción alguna, mantenían un estatismo frío e imponente, todos miraban en dirección a una pareja de Mossos d´Esquadra, cuya tarea consistía en vigilar la puerta de entrada al recinto, y todos escuchaban las órdenes que recibían de parte de sus superiores, a través del Walkie-Tolkie. Habría miles de personas, pero lo impresionante era que tan sólo se oían los flashes de las cámaras y el sonido de la lluvia. Nada de abucheos, ni imprecaciones. Millares de ojos clavados en dos pobres funcionarios que, para goce de la multitud, desistieron frente a aquella tortura psicológica. Lo que inmediatamente desencadenó un tsunami de aplausos y ovaciones, celebrando a coro la consigna, “¡Votarem, votarem!”. Los partidarios al derecho de la autodeterminación rebasaban, así, el umbral crítico de las seis.



Los partidarios del derecho a la autodeterminación
se despiden de los helicópteros de la Policía Nacional
Dos horas después, tenía lugar un hecho asombroso, digno de quedar registrado en los libros de historia. De repente, la muchedumbre entrelazada formó un pasillo humano hasta la puerta del edificio. Un asistente estupefacto inquiría a unos vecinos si es que venía alguien. A lo que estos le respondieron entre susurros que no venía alguien, sino algo. Y, al instante, apareció un coche de incógnito, del cual sacaron lo que aparentaban ser bolsas de basura con cajas en su interior. Por supuesto, se trataba de las urnas. La gente pedía “silenci”, mientras los encargados de transportarlas recorrían aprisa el pasillo. Tal era la tensión imperante que uno de ellos llegó a tropezar. La gente volvía a exigir “silenci”. Pero, ahora, la mayoría de los presentes a duras penas lograban contenerse. Una vez las urnas se encontraban relativamente a salvo, dentro del edificio, los cánticos de “¡Votarem, votarem!” resonaron más fuerte que nunca. Ni siquiera los helicópteros de la Policía Nacional, que peinaban la zona, contribuyeron a minar la moral de los vecinos. De hecho, estos se despedían de ellos con la mano y les dedicaban peinetas, al grito resuelto de “¡Votarem, votarem!”.

Las urnas dispuestas en la Escola de
 Industrial de Barcelona


Furgones blindados de los Mossos d´Esquadra
Barcelona imploraba actividad, reivindicación e “independentismo electoral” a cualquier precio. Eso sí, sin banderas y en silencio. Los múltiples medios de comunicación daban buena cuenta de ello. En la Escola Industrial, por ejemplo, ya estaban dispuestas las urnas, pero faltaban candidatos en las mesas y tuvieron que buscar voluntarios entre el público. Una vez solventado el problema, el Estado inició los bloqueos al sistema digital de recuento. También comenzaron a llegar noticias de cargas policiales, primero en el colegio Ramón Llull y, más tarde, en el instituto Jaume Balmes. Tanto la Guardia Civil, como el Cuerpo de Policía Nacional estaban incautando las urnas. Furgones blindados y ambulancias circulaban de acá para allá. La gente se hacía gestos de negación por la calle, como si así condenaran la intervención del Gobierno central. Los periodistas no daban abasto.




Hacia el mediodía, el cielo ya había despejado, y en el Passatje de les Escoles, numerosas personas depositaban sus votos. Sin embargo, los bloqueos al sistema de recuento interrumpían constantemente el proceso. La gente esperaba agolpada a la entrada del colegio, mientras los vocales de aquellas elecciones ilegítimas iban llamando a la mesa. Dentro, los vecinos permanecían sentados en una silla, o paseaban de un lado a otro, inquietos, deseando que se restableciera el sistema cuanto antes. Una señora mayor, que había conseguido votar al cabo de seis horas interminables, casi lloraba de pura felicidad. Cuesta imaginar que algo, aparentemente tan inocuo, pueda llegar a ser tan importante y peligroso. Nadie valora realmente el privilegio que entraña un sencillo gesto como ese hasta que lo echa en falta.




La jornada transcurría y, a pesar de los bloqueos y de los disturbios –policías rompiendo puertas, ventanas, saltando verjas, cargando con pelotas de goma-, el país entero recibía la noticia de que los catalanes estaban votando. Por la tarde, el grupo de extrema derecha que, el día anterior –ya muy lejano-, intentara por todos los medios descolgar la pancarta del Ayuntamiento, invadió la Plaza de Cataluña. En esta ocasión, destartalaron el equipo que la radio autonómica había instalado de cara al público. Entretanto, ni los Mossos ni el resto de cuerpos de seguridad parecían dispuestos a tomar represalias. Algunos peatones se decían entre sí, “no es posible”. Aquel tratamiento les merecía una opinión lamentable.




En cualquier caso, a las ocho p.m., “el referéndum histórico” para unos y “la mayor crisis de Estado desde el 23-F” para otros, habría tocado a su fin. De momento, la Escola de Barcelona, un colegio con cierto renombre, procedía a la votación sin ninguna clase de impedimento. Los vecinos congratulaban a la gente que votaba, “Molt bé”, y a cada rato, vitoreaban a los Mossos o a algún motorista que pasaba por allí haciendo sonar el claxon. Este comportamiento recordaba de forma inquietante al de una secta masónica o algo similar; quizá debido a la compenetración secreta y laudatoria que se profesaban, escudándose de manera recíproca en el colectivo. Cuando terminaron las votaciones, los partidarios de la autodieterminación modificaron su consigna; ahora rugían, más fuerte si cabe, “¡Hem votat, hem votatat!”. Las calles paralelas albergaban grandes revuelos de barceloneses, puño en alza y cantando al unísono “Els Segadors” o “L´Estaca”. Aquel domingo uno de octubre, el claxon de los coches y los gritos de celebración se prolongarían hasta altas horas de la noche, y ni siquiera entonces cesaron por completo.





III

En la segunda parte del Quijote, el ingenioso hidalgo y el Caballero de la Blanca Luna se enredan en una discusión irresoluble por la hermosura de sus amadas, que zanjan retándose a duelo en la playa de Barcelona. Uno de los mediadores es el Visorrey, cuyo personaje autoriza el lance de este modo: “Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor don Quijote está en sus trece y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense”. 

Carmen Forcadell hace acto de
presencia a la salida del Parlament
Amaneció un lunes soleado. Las dudas acosaban a todos los españoles, como a quien despierta de una juerga en la que se ha excedido con el alcohol, y no recuerda absolutamente nada. Tampoco se trataba precisamente de resaca electoral -al menos, los atisbos de memoria, no permitían vislumbrar unas elecciones propiamente dichas-, sino incertidumbre. Una incertidumbre todavía mayor que la del sábado. La sensación de entrar en un círculo vicioso y sin retorno. Los turistas invertían su dinero en paseos guiados con triciclo alrededor del Arc de Triomf o fotografiaban los jardines de la Plaza de Joan Fiveller. En ese aspecto, las cosas seguían igual que siempre. Durante la mañana, incluso se respiraba cierta tranquilidad. El Parlament no daba señales de movimiento. Apenas Carmen Forcadell hizo una sucinta aparición delante de las cámaras y de un pequeño grupo de gente que la ovacionó al grito de, “¡Presidenta, presidenta!” o “¡Hem votat, hem votatat!”. Dos ultra-feministas quisieron robarle protagonismo, comportándose  de forma soez frente a las cámaras, pero alguien las espetó que si estaban allí para manifestarse o para hacer el fantasma, y al final se largaron.


Así pues, la primera reacción vino de parte de los estudiantes. Una protesta enorme, contra la violencia ejercida por la policía, durante el domingo, desembocaba en la Plaza de Cataluña. Los jóvenes levantaban las manos, nuevamente, en silencio, mientras dirigentes del comité estudiantil leían sus derechos en catalán. Si bien aquella era una protesta silenciosa, en esta ocasión, y por primera vez desde que finalizó la campaña del referéndum, las esteladas se contaban por miles. Luego, como en todas las manifestaciones, se quedaron sólo los estudiantes más radicales, acosando a los medios y gritando “¡Prensa española, manipuladora!”. Los mismos que, a lo largo de la tarde, se trasladaron al hotel de Pineda de Mar, donde se hospedaba la Policía Nacional y la Guardia Civil, y les conminaron a abandonar la ciudad.




El ciclo habría de repetirse, prolongándose por varias semanas. De momento, los políticos no habían dado su brazo a torcer, pero las empresas habían influido sobre los políticos. Acaso fueran estas, en última instancia, las que gobernaran al pueblo. Por su parte, los ciudadanos habían quedado sumidos en un laberinto de incertidumbre, nacionalismo, acoso y manifestaciones. Seguramente pasaría mucho tiempo hasta que alguien volviera a romper una lanza en favor del silencio. No del inmovilismo, sino del silencio.