(El referéndum contado en primera línea de batalla)
I
El sábado al mediodía había
dejado de llover. Uno de los pasajeros que esperaba en el aeropuerto le
preguntaba a un conocido por teléfono, “al final qué, ¿se va a poder votar?”. Faltaban
alrededor de diez minutos para embarcar en el avión que salía con destino a
Barcelona. Aunque ya no caían gotas, un cielo plomizo generaba cierta incertidumbre.
Precisamente la incertidumbre copaba las planas de los periódicos. Dos jóvenes,
a todas luces estudiantes, hablaban sobre el conflicto del referéndum: Uno de
ellos le contaba al otro que había decidido viajar a la ciudad condal para sacar
sus propias conclusiones, ya que no se fiaba de los medios informativos.
Poco a poco, los pasajeros fueron
embarcando, y el avión despegó a la hora prevista. Tras un vuelo bastante
turbulento, la estampa del puerto de Barcelona se dejaba apreciar a vista de
pájaro. No había ni rastro del famoso Moby
Dada, ni de sus dibujitos de los Looney
Tunens. Aun así, por cómo se vendían las cosas desde fuera, a cualquiera le
hubiese dado la impresión de estar aterrizando en el ojo del huracán. Minutos
más tarde, un autobús trasladaba a los pasajeros hasta la salida de la
terminal, y estos se perdían, escaleras abajo, por la estación del tren de
cercanías. Las primeras esteladas y afiches a favor del “Sí” -colgados en los
balcones y desplegados sobre las fachadas de los edificios-, comenzaban a
apreciarse en la zona del Prat de Llobregat. Sin embargo, dos paradas después, asomando
por la boca del subterráneo, en el Paseo de Gracia, el escenario daba un giro
radical de trescientos sesenta grados. Lo que entonces saltaba a la vista era
una multitud cosmopolita, la “M” del cartel de McDonald´s, triciclos
turísticos, tiendas y consumo. Cero banderines, cero manifestantes: Al fin y al
cabo, la principal fuente de ingresos de la ciudad depende del turismo.
Una pareja de novios a favor de la unidad entre España y Cataluña |
Pero el conflicto estaba
allí, latente y camuflado. De pronto, en medio de aquel abigarrado espectáculo,
frente a la Manzana de la discordia, surgió un grupo enarbolando la bandera
española. Para algunos viandantes, aquello resultaba cuanto menos sorprendente.
Hay que considerar que muchos españoles no catalanes generalizan hasta el punto
de pensar que todos los catalanes, o una desorbitada mayoría, son
independentistas. Para ellos, lo último que cabría esperar –justo la víspera a
la “hecatombe- era encontrarse a un grupo de españolistas, que contrastaban con
el modernismo de la Casa Batló. Se dirigían a la Plaza Urquinaona, donde ya les
esperaban miles de unionistas más; todos concentrados antes de partir hacia la
Plaza Sant Jaume, coreando el “¡Viva España!” o “¡Pougdemont a prisión!”. Llevaban
banderas patrióticas y de Cataluña (sin la estelada), también de la Unión Europea,
y cuando pasaban delante de la Policía Nacional rompían en vítores: “¡Esta es
nuestra policía, esta es nuestra policía!”. La gente les tendía la mano, pero
los agentes, impasibles, se negaban a estrechársela. Encabezando la marcha, iba
una pancarta que rezaba: “Catalunya és Espanya, democracia, futuro y libertad”.
Manifestación de unionistas el día de la víspera al referéndum |
Indumentaria de bandas radicales de extrema derecha |
Sobre las seis y media de la
tarde, aquella marea roja y amarilla permanecía apostada entre el Ayuntamiento
de Barcelona y el Palau de la Generalitat. La lluvia empezó a arreciar. Se oían
cánticos de “Bote, bote, bote: Separata el que no bote”. Lo cual, si se analiza
desde el punto de vista fonético, y a tenor de las circunstancias, resultaba bastante paradójico. Muchos no eran simples manifestantes, sino radicales
afiliados a grupos de extrema derecha con casacas negras y tatuajes fascistas,
que ondeaban la bandera del águila y, a golpes de tambor, andaban buscando
bulla. Varios de estos individuos consiguieron encaramarse a la azotea de uno
de los edificios aledaños, cuyos balcones lucían esteladas y carteles clamando
por la independencia. El público, al verles, se lanzó a aplaudir enardecido. Lo
mismo sucedía cada vez que un helicóptero de la Policía Nacional pasaba
sobrevolando sus cabezas. Y en estas, desataron una pancarta de Òmnuim Cultural,
que cayó al suelo, y que los transeúntes aprovecharon para pisotear con
desprecio. Al rato, su mensaje resultaba casi ilegible debido a tanta basura
como acumulaba encima.
Grupos afiliados a la Falange española |
La bandera de la UE junto a una pancarta que reza "Catalonia wants to vote" |
Ningún político daba la cara. De cuando en cuando, alguien descorría las cortinas de una de las ventanas del Palau y sacaba fotos con el móvil, pero no se alcanzaba a distinguir su rostro, lo cual exasperaba a la muchedumbre. Así pues, persistían los gritos de “Puigtemont a prisión” o “España es una y no cincuenta y una”, junto a otros que denotaban una infame genialidad por parte del indignado en cuestión; como, por ejemplo, “no está lloviendo, Puigdemont está llorando”. Todo empezaba a salirse de madre. En las manifestaciones, al final, siempre ocurre lo mismo. Ya sólo quedaban los más radicales, y acabaron ensañándose con la pancarta de “Mès democracia” que colgaba del Ayuntamiento. Esta se hallaba colocada a una altura considerable y sus ligaduras parecían demasiado resistentes. Lo cual no impidió que cinco o seis jóvenes treparan por los barrotes de las ventanas, en ocasiones sujetándose unos a otros –casi podría decirse, a modo de castellers- e intentaran echarla abajo sin resultado. Mientras algunas personas pedían a gritos quemarla, otras lamentaban aquella acción desproporcionada. Era el caso de una señora, amonestando a un joven y tratando de explicarle que aquello sólo servía para enturbiar la imagen de la protesta. Las televisiones no dejaban de grabar.
Una joven sostiene la bandera de España |
Por medio de navajas y de una
pértiga improvisada con objetos punzantes acoplados en la punta, rasgaron la
parte inferior de la pancarta. Sin embargo, el mensaje “Mès democracia”,
-detalle significativo- seguía intacto. Desesperados ante su ineficacia, la
emprendieron a huevazos contra la casa consistorial. Un joven se colgó a peso
muerto de la pancarta, cayendo desde arriba; tal era la vehemencia colectiva. El
ambiente se caldeaba por momentos. Ya entrada la noche, le arrebataron el móvil
de las manos a un hombre de origen extranjero. Una señora, en pleno delirio,
bramaba algo sobre mandar a las mujeres a la guerra. Y los periodistas,
nacionales o internacionales, apenas podían transmitir debido al continuo acoso
de los manifestantes. No obstante, la Guardia Urbana, allí presente, permanecía
impertérrita. Sin duda, Ada Colau debía haber llegado a la conclusión de que
semejante comportamiento del enemigo únicamente podía beneficiarla. No era el
caso de Rajoy, al cual le faltaban escasas horas para demostrar, ante el mundo
entero, su manera de entender el conflicto y la solución que correspondía
adoptar. La gente ya se retiraba a casa. Aquel sábado, aparte de los
trasnochadores habituales, a muchos les aguardaba una larga e intensa jornada.
A un hombre de origen extranjero le roban el móvil |
II
En la medida en que el
silencio es elocuente, uno puede permitirse el lujo de decir que ha escuchado
el silencio. Para bien o para mal, su persistente cadencia posee una fuerza
expresiva, a veces llena de descaro y subversión, de la que nadie logra escapar.
Tal vez debido al histrionismo mediático o al desgaste de un conflicto que -como
hace años se viene advirtiendo- ya dura demasiado, el pueblo catalán afrontó, sigiloso,
el cénit de su lucha por el independentismo. Si bien, durante la madrugada del
domingo, hubo dos clases de silencio: Por una parte, el silencio subrepticio, o
sea, la decisión de ponerse “guantes y antifaz” en aras de un propósito, a
sabiendas, ilegal. El otro, sin embargo, era un silencio mucho más poderoso;
una respuesta colmada de persuasión y pacifismo inamovible -capaz de conmover a
los Mossos d´Esquadra- que, según achacarían los propios vecinos, “la torpeza
del Gobierno no acertó a manejar”.
Aparentemente había poco
movimiento en la calle. La concurrencia en los bares y el bullicio de la
clientela contrastaba con los jóvenes ojerosos que se encaminaban, llevando un
saco de dormir o una esterilla debajo del brazo, a la entrada de sus respectivas
escolas. Desde las dos a.m., o incluso antes, una pareja de Mossos y un grupo
reducido de gente se vigilaban mutuamente, desafiantes y en completo silencio,
preguntándose quizá cuál sería el desenlace de aquella particular batalla. Los Mossos
dentro del coche y la gente, -sin esteladas, ni signos que revelaran su condición
de independentistas-, charlando en voz baja, comiendo pipas o tomando un
refresco. No todos eran jóvenes, claro; más bien, familiares, vecinos, personas
normales y corrientes.
Varias personas duermen en el patio de la Escola Els Llorers |
Los vecinos compartían comida que traían de sus casas |
En la Escola Els Llorers, un
encargado vigilaba la puerta con celo, y sólo cuando alguien quería entrar, lo
saludaba afectuosamente: “Bona nit”. El clima, allí dentro, rebosaba compañerismo
y colaboración. Los sitiados habían organizado una suerte de merendola con
pastas, patatas de bolsa, café, leche y todo tipo de vitualla que traían de sus
hogares. Detrás, en la cancha, varios jóvenes jugaban al fútbol. Otros tocaban
la guitarra, disputaban una partida -ya fuese de cartas o de dominó-, y si se
precisaba una mano, reponían los baños de papel higiénico, fregaban los
pasillos, etcétera. Había también una habitación reservada para los más
pequeños, que dormían en sacos, desconcertados, aunque extrañamente emocionados
por aquella velada inusual.
Conforme se acercaba la hora crítica, aumentaban los nervios y las expectativas entre el personal. De nuevo, jarreaba con fuerza. A los Mossos ya se les adivinaba sus intenciones de desacato y, al pasar en coche patrulla, la gente les aplaudía cuidándose de no armar jaleo. Esto habría de repetirse numerosas veces a lo largo del día. Dos hombres mayores compartían una conversación de la que la prensa estatal no salía muy bien parada, ya que a su modo de ver, esta “envenena la idea que se crean el resto de españoles sobre Cataluña y miente respecto a la existencia de una falsa fractura social”. Alegaban que allí reinaba un ambiente sosegado, fraternal y respetuoso. Y confesaban, eso sí, no haber podido pegar ojo debido a la excitación que les producía un momento histórico como aquel.
Conforme se acercaba la hora crítica, aumentaban los nervios y las expectativas entre el personal. De nuevo, jarreaba con fuerza. A los Mossos ya se les adivinaba sus intenciones de desacato y, al pasar en coche patrulla, la gente les aplaudía cuidándose de no armar jaleo. Esto habría de repetirse numerosas veces a lo largo del día. Dos hombres mayores compartían una conversación de la que la prensa estatal no salía muy bien parada, ya que a su modo de ver, esta “envenena la idea que se crean el resto de españoles sobre Cataluña y miente respecto a la existencia de una falsa fractura social”. Alegaban que allí reinaba un ambiente sosegado, fraternal y respetuoso. Y confesaban, eso sí, no haber podido pegar ojo debido a la excitación que les producía un momento histórico como aquel.
La prensa internacional entrevista a una chica en inglés |
La muchedumbre presiona en silencio a la pareja de Mossos d´Esquadra |
A ochocientos metros de
distancia, en la Escola Industrial de Barcelona, el aire se cortaba con cuchillo.
He aquí una prueba irrefutable del poder del silencio. Todos los presentes, sin
excepción alguna, mantenían un estatismo frío e imponente, todos miraban en
dirección a una pareja de Mossos d´Esquadra, cuya tarea consistía en vigilar la
puerta de entrada al recinto, y todos escuchaban las órdenes que recibían de
parte de sus superiores, a través del Walkie-Tolkie. Habría miles de personas, pero
lo impresionante era que tan sólo se oían los flashes de las cámaras y el
sonido de la lluvia. Nada de abucheos, ni imprecaciones. Millares de ojos
clavados en dos pobres funcionarios que, para goce de la multitud, desistieron
frente a aquella tortura psicológica. Lo que inmediatamente desencadenó un
tsunami de aplausos y ovaciones, celebrando a coro la consigna, “¡Votarem,
votarem!”. Los partidarios al derecho de la autodeterminación rebasaban, así,
el umbral crítico de las seis.
Los partidarios del derecho a la autodeterminación se despiden de los helicópteros de la Policía Nacional |
Dos horas después, tenía
lugar un hecho asombroso, digno de quedar registrado en los libros de historia.
De repente, la muchedumbre entrelazada formó un pasillo humano hasta la puerta
del edificio. Un asistente estupefacto inquiría a unos vecinos si es que venía
alguien. A lo que estos le respondieron entre susurros que no venía alguien,
sino algo. Y, al instante, apareció un coche de incógnito, del cual sacaron lo que
aparentaban ser bolsas de basura con cajas en su interior. Por supuesto, se
trataba de las urnas. La gente pedía “silenci”, mientras los encargados de
transportarlas recorrían aprisa el pasillo. Tal era la tensión imperante que
uno de ellos llegó a tropezar. La gente volvía a exigir “silenci”. Pero, ahora,
la mayoría de los presentes a duras penas lograban contenerse. Una vez las
urnas se encontraban relativamente a salvo, dentro del edificio, los cánticos
de “¡Votarem, votarem!” resonaron más fuerte que nunca. Ni siquiera los helicópteros
de la Policía Nacional, que peinaban la zona, contribuyeron a minar la moral de
los vecinos. De hecho, estos se despedían de ellos con la mano y les dedicaban
peinetas, al grito resuelto de “¡Votarem, votarem!”.
Las urnas dispuestas en la Escola de Industrial de Barcelona |
Furgones blindados de los Mossos d´Esquadra |
Barcelona imploraba actividad,
reivindicación e “independentismo electoral” a cualquier precio. Eso sí, sin
banderas y en silencio. Los múltiples medios de comunicación daban buena cuenta
de ello. En la Escola Industrial, por ejemplo, ya estaban dispuestas las urnas,
pero faltaban candidatos en las mesas y tuvieron que buscar voluntarios entre
el público. Una vez solventado el problema, el Estado inició los bloqueos al
sistema digital de recuento. También comenzaron a llegar noticias de cargas
policiales, primero en el colegio Ramón Llull y, más tarde, en el instituto
Jaume Balmes. Tanto la Guardia Civil, como el Cuerpo de Policía Nacional
estaban incautando las urnas. Furgones blindados y ambulancias circulaban de
acá para allá. La gente se hacía gestos de negación por la calle, como si así
condenaran la intervención del Gobierno central. Los periodistas no daban
abasto.
Hacia el mediodía, el cielo
ya había despejado, y en el Passatje de les Escoles, numerosas personas
depositaban sus votos. Sin embargo, los bloqueos al sistema de recuento
interrumpían constantemente el proceso. La gente esperaba agolpada a la entrada
del colegio, mientras los vocales de aquellas elecciones ilegítimas iban
llamando a la mesa. Dentro, los vecinos permanecían sentados en una silla, o
paseaban de un lado a otro, inquietos, deseando que se restableciera el sistema
cuanto antes. Una señora mayor, que había conseguido votar al cabo de seis
horas interminables, casi lloraba de pura felicidad. Cuesta imaginar que algo,
aparentemente tan inocuo, pueda llegar a ser tan importante y peligroso. Nadie
valora realmente el privilegio que entraña un sencillo gesto como ese hasta que
lo echa en falta.
La jornada transcurría y, a
pesar de los bloqueos y de los disturbios –policías rompiendo puertas, ventanas,
saltando verjas, cargando con pelotas de goma-, el país entero recibía la
noticia de que los catalanes estaban votando. Por la tarde, el grupo de extrema
derecha que, el día anterior –ya muy lejano-, intentara por todos los medios
descolgar la pancarta del Ayuntamiento, invadió la Plaza de Cataluña. En esta
ocasión, destartalaron el equipo que la radio autonómica había instalado de
cara al público. Entretanto, ni los Mossos ni el resto de cuerpos de seguridad
parecían dispuestos a tomar represalias. Algunos peatones se decían entre sí,
“no es posible”. Aquel tratamiento les merecía una opinión lamentable.
En cualquier caso, a las
ocho p.m., “el referéndum histórico” para unos y “la mayor crisis de Estado
desde el 23-F” para otros, habría tocado a su fin. De momento, la Escola de
Barcelona, un colegio con cierto renombre, procedía a la votación sin ninguna
clase de impedimento. Los vecinos congratulaban a la gente que votaba, “Molt bé”,
y a cada rato, vitoreaban a los Mossos o a algún motorista que pasaba por allí
haciendo sonar el claxon. Este comportamiento recordaba de forma inquietante al de
una secta masónica o algo similar; quizá debido a la compenetración secreta y
laudatoria que se profesaban, escudándose de manera recíproca en el colectivo.
Cuando terminaron las votaciones, los partidarios de la autodieterminación modificaron
su consigna; ahora rugían, más fuerte si cabe, “¡Hem votat, hem votatat!”. Las
calles paralelas albergaban grandes revuelos de barceloneses, puño en alza y
cantando al unísono “Els Segadors” o “L´Estaca”. Aquel domingo uno de octubre, el
claxon de los coches y los gritos de celebración se prolongarían hasta altas
horas de la noche, y ni siquiera entonces cesaron por completo.
III
En la segunda parte del
Quijote, el ingenioso hidalgo y el Caballero de la Blanca Luna se enredan en
una discusión irresoluble por la hermosura de sus amadas, que zanjan retándose
a duelo en la playa de Barcelona. Uno de los mediadores es el Visorrey, cuyo
personaje autoriza el lance de este modo: “Señores
caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor don
Quijote está en sus trece y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus catorce,
a la mano de Dios, y dense”.
Carmen Forcadell hace acto de presencia a la salida del Parlament |
Amaneció un lunes soleado.
Las dudas acosaban a todos los españoles, como a quien despierta de una juerga
en la que se ha excedido con el alcohol, y no recuerda absolutamente nada. Tampoco
se trataba precisamente de resaca electoral -al menos, los atisbos de memoria,
no permitían vislumbrar unas elecciones propiamente dichas-, sino incertidumbre.
Una incertidumbre todavía mayor que la del sábado. La sensación de entrar en un
círculo vicioso y sin retorno. Los turistas invertían su dinero en paseos
guiados con triciclo alrededor del Arc de Triomf o fotografiaban los jardines
de la Plaza de Joan Fiveller. En ese aspecto, las cosas seguían igual que
siempre. Durante la mañana, incluso se respiraba cierta tranquilidad. El
Parlament no daba señales de movimiento. Apenas Carmen Forcadell hizo una
sucinta aparición delante de las cámaras y de un pequeño grupo de gente que la
ovacionó al grito de, “¡Presidenta, presidenta!” o “¡Hem votat, hem votatat!”. Dos
ultra-feministas quisieron robarle protagonismo, comportándose de forma soez frente a las cámaras, pero
alguien las espetó que si estaban allí para manifestarse o para hacer el
fantasma, y al final se largaron.
Así pues, la primera
reacción vino de parte de los estudiantes. Una protesta enorme, contra la
violencia ejercida por la policía, durante el domingo, desembocaba en la Plaza
de Cataluña. Los jóvenes levantaban las manos, nuevamente, en silencio, mientras
dirigentes del comité estudiantil leían sus derechos en catalán. Si bien
aquella era una protesta silenciosa, en esta ocasión, y por primera vez desde
que finalizó la campaña del referéndum, las esteladas se contaban por miles.
Luego, como en todas las manifestaciones, se quedaron sólo los estudiantes más
radicales, acosando a los medios y gritando “¡Prensa española, manipuladora!”. Los
mismos que, a lo largo de la tarde, se trasladaron al hotel de Pineda de Mar,
donde se hospedaba la Policía Nacional y la Guardia Civil, y les conminaron a
abandonar la ciudad.
El ciclo habría de repetirse,
prolongándose por varias semanas. De momento, los políticos no habían dado su
brazo a torcer, pero las empresas habían influido sobre los políticos. Acaso
fueran estas, en última instancia, las que gobernaran al pueblo. Por su parte,
los ciudadanos habían quedado sumidos en un laberinto de incertidumbre,
nacionalismo, acoso y manifestaciones. Seguramente pasaría mucho tiempo hasta
que alguien volviera a romper una lanza en favor del silencio. No del
inmovilismo, sino del silencio.