Anteayer tuve la oportunidad de
contemplar la ciudad de Londres como si fuera un mapa desplegado. El avión sobrevolaba
miles de puntitos rutilantes, que seguían una rigurosa formación repartida en hileras
de viviendas simétricas. Eran casas cuadradas, de tejado vertical y construcción
de ladrillo, con chimeneas y veletas brillantísimas (Al menos, desde mi
perspectiva). Como un enorme collage, surgía ante mí la clásica disposición urbana
tan característica de Inglaterra.
A medida que el avión se adentraba en la
gran metrópolis occidental, ésa que hacia el siglo II los romanos bautizaron Londinium (Quizás antes, durante la
campaña en Britania), el ladrillo daba relevo al acero cromado y los
rascacielos proliferaban alrededor de una serpenteante línea del color del
plomo. Mis ojos se deleitaban entonces con una panorámica privilegiada del
palacio de Westminster, la noria descomunal del London Eye (De cuyo nombre se
ha apropiado Coca-Cola), la cúpula barroca de la catedral de Saint Paul, y
un poco más allá las dos torres del London Bridge. Ahora sé lo que debió sentir
Peter Pan cuando surcaba los cielos dirigiéndose al país donde los niños no
crecen jamás, tal y como se lo imaginó un escocés que sufría de enanismo y se
vestía con la ropa de su hermano fallecido para llamar la atención de su madre.
Aunque bien pensado, tampoco se trata de
una vista demasiado privilegiada. Muchos otros al igual que yo contemplaron la
capital inglesa desde las vertiginosas alturas. Sin contar los millones de pasajeros
de vuelos comerciales o aeronautas que pilotan avionetas publicitarias por dicha
zona, el hecho de que aquel paisaje extraordinario fuese exactamente el mismo
que divisaron los aviadores alemanes desde sus bombarderos Heinkel, me producía
una íntima exaltación. Por no hablar de los heroicos (Y eufóricos, si se me
permite la rima fácil) combatientes británicos que libraron, hasta arriba de
drogas, una de las batallas aéreas más arduas del Blitz. Según cuenta la
leyenda, al día siguiente, el Daily Mail y el Saturday Evening Post titularían
a toda página: “Las anfetas ganan la batalla de Londres”.
Siguiendo el curso del río, que no es otro
que el famoso río Támesis, uno de los elementos que más me llamó la atención fue la enorme desembocadura donde éste venía a diluirse por fin en la
inmensidad del océano. Innumerables historias y enigmáticos mitos rodean aquel
lugar. Los tercios romanos que se incautaron de la isla tenían la creencia de
que allí había vivido un rey muy pudiente, el cual debía su ingente riqueza a
un río colmado de perlas y piedras preciosas que moría en el mar del Norte. Tal
vez se referían a otro río de Gran Bretaña, pero lo que está claro es que el
brumoso estuario del Támesis es el escenario donde Conrad sitúa, en un alarde
de romanticismo literario, su obra “Heart of darkness”. Concretamente, cuando
Charlie Marlow, a bordo del Nellie, narra su periplo por tierras congoleñas. Yo
no cesaba de mirar al horizonte, intentando reproducir mentalmente las líneas
que inspiraron la película “Apocalypse Now”.
Poco a poco, los estratos de referencias
históricas y artísticas, ese barniz que la civilización humana acumula en esta
ciudad como una huella imborrable, iban quedando atrás. El avión maniobraba
siguiendo una ruta invisible para la gente de a pie, pero muy transitada para
el personal de la torre de control, acostumbrada al tráfico aéreo constante del
aeropuerto de Stansted. Una vez en
tierra, lo que me esperaba era la vorágine londinense: Desde el negro niqab a
la gastronomía asiática, pasando por los ritos hinduistas y las prisas de los
occidentales. La heterogeneidad cultural que emanan sus calles, para bien o
para mal, con sus enfrentamientos y sus lucros, une de forma ineludible el proyecto
de vida que somos. Eso que algunos tienen a bien llamar el progreso, y que ni
siquiera Orwelle hubiese logrado vaticinar.