miércoles, 24 de octubre de 2018

London Air


Anteayer tuve la oportunidad de contemplar la ciudad de Londres como si fuera un mapa desplegado. El avión sobrevolaba miles de puntitos rutilantes, que seguían una rigurosa formación repartida en hileras de viviendas simétricas. Eran casas cuadradas, de tejado vertical y construcción de ladrillo, con chimeneas y veletas brillantísimas (Al menos, desde mi perspectiva). Como un enorme collage, surgía ante mí la clásica disposición urbana tan característica de Inglaterra.

A medida que el avión se adentraba en la gran metrópolis occidental, ésa que hacia el siglo II los romanos bautizaron Londinium (Quizás antes, durante la campaña en Britania), el ladrillo daba relevo al acero cromado y los rascacielos proliferaban alrededor de una serpenteante línea del color del plomo. Mis ojos se deleitaban entonces con una panorámica privilegiada del palacio de Westminster, la noria descomunal del London Eye (De cuyo nombre se ha apropiado Coca-Cola), la cúpula barroca de la catedral de Saint Paul, y un poco más allá las dos torres del London Bridge. Ahora sé lo que debió sentir Peter Pan cuando surcaba los cielos dirigiéndose al país donde los niños no crecen jamás, tal y como se lo imaginó un escocés que sufría de enanismo y se vestía con la ropa de su hermano fallecido para llamar la atención de su madre.

Aunque bien pensado, tampoco se trata de una vista demasiado privilegiada. Muchos otros al igual que yo contemplaron la capital inglesa desde las vertiginosas alturas. Sin contar los millones de pasajeros de vuelos comerciales o aeronautas que pilotan avionetas publicitarias por dicha zona, el hecho de que aquel paisaje extraordinario fuese exactamente el mismo que divisaron los aviadores alemanes desde sus bombarderos Heinkel, me producía una íntima exaltación. Por no hablar de los heroicos (Y eufóricos, si se me permite la rima fácil) combatientes británicos que libraron, hasta arriba de drogas, una de las batallas aéreas más arduas del Blitz. Según cuenta la leyenda, al día siguiente, el Daily Mail y el Saturday Evening Post titularían a toda página: “Las anfetas ganan la batalla de Londres”.

Siguiendo el curso del río, que no es otro que el famoso río Támesis, uno de los elementos que más me llamó la atención fue la enorme desembocadura donde éste venía a diluirse por fin en la inmensidad del océano. Innumerables historias y enigmáticos mitos rodean aquel lugar. Los tercios romanos que se incautaron de la isla tenían la creencia de que allí había vivido un rey muy pudiente, el cual debía su ingente riqueza a un río colmado de perlas y piedras preciosas que moría en el mar del Norte. Tal vez se referían a otro río de Gran Bretaña, pero lo que está claro es que el brumoso estuario del Támesis es el escenario donde Conrad sitúa, en un alarde de romanticismo literario, su obra “Heart of darkness”. Concretamente, cuando Charlie Marlow, a bordo del Nellie, narra su periplo por tierras congoleñas. Yo no cesaba de mirar al horizonte, intentando reproducir mentalmente las líneas que inspiraron la película “Apocalypse Now”.

Poco a poco, los estratos de referencias históricas y artísticas, ese barniz que la civilización humana acumula en esta ciudad como una huella imborrable, iban quedando atrás. El avión maniobraba siguiendo una ruta invisible para la gente de a pie, pero muy transitada para el personal de la torre de control, acostumbrada al tráfico aéreo constante del aeropuerto de Stansted.  Una vez en tierra, lo que me esperaba era la vorágine londinense: Desde el negro niqab a la gastronomía asiática, pasando por los ritos hinduistas y las prisas de los occidentales. La heterogeneidad cultural que emanan sus calles, para bien o para mal, con sus enfrentamientos y sus lucros, une de forma ineludible el proyecto de vida que somos. Eso que algunos tienen a bien llamar el progreso, y que ni siquiera Orwelle hubiese logrado vaticinar.